Ernest Gocaj (General Cigars Dominicana): El olor del tabaco
Entre las figuras clave para una marca de cigarros, el “comprador” de tabacos es una de las más importantes y de las menos conocidas. Generalmente, es una tarea para un ingeniero agrónomo y sus decisiones son claves para el resultado final. En General Cigars – STG, ese hombre es Ernest Gocaj.
Lo que más choca de Ernest Gocaj no es su aspecto de hombre tranquilo, acostumbrado a la trastienda de la fábrica, allí donde los focos no llegan. Son muchos los grandes nombres del tabaco que prefieren la labor muda y poco reconocida, pero de intenso sabor tabaquero, antes que la popularidad, el ruido de los eventos y el contacto directo con el consumidor. Lo que más llama la atención de Ernest Gocaj es su país de origen, Albania, el riñón olvidado de Europa, en principio, en las antípodas del Caribe (aunque, quizá no tanto) y una peripecia vital que le llevó desde Tirana hasta Connecticut, la cuna de uno de los mejores tabacos del mundo, el Broadleaf.
Ernest entra en una de las firmes casas de tabaco, levantadas con maderas pintadas de rojo óxido y provistas de ventilaciones a los lados. En su interior, además de un calor agobiante, reina una penumbra que sólo los calentadores de gas situados en el suelo desafían, creando una atmósfera al tiempo irreal y al tiempo tenebrosa. Contrasta con la brillante luz del exterior, aunque la canícula, convertida en una desagradable sensación pegajosa por culpa de la humedad, es tan intensa dentro como fuera: si el sol es inmisericorde en el verano de Nueva Inglaterra, la umbría del rancho no es precisamente fresca. A pesar de la penumbra, la temperatura sigue siendo elevada, pensada para el tabaco, no para las personas, aunque, al menos, se libra uno de la picante caricia del sol.
Ernest ya pertenece al tabaco. Después de más de veinte años viendo cultivos de tabaco por todo el mundo para STG (General Cigars Dominicana), compañía de la que es director de compras de tabaco, camina despacio siempre porque ya sabe que las urgencias están reñidas con la calidad. Nada más poner el pie en el interior del rancho, ha percibido un problema en el secado del tabaco, de ese broadleaf que cuelga entero en cujes desde las traveseras del techo.
Se acerca al papel roñoso donde los operarios registran a diario las temperaturas y la humedad relativa del rancho y lo revisa a través de los cristales de sus pequeñas gafas de presbicia. “¿Tú no lo hueles?”, me pregunta sin dejar de mirar el registro, y yo, aunque perreo con mi nariz como un sabueso por el aire, sólo capto el aroma acre, agresivo, del tabaco trabajando. Nada que no haya olido en tantas casas de tabaco y tantos ranchos visitados, en salas de mulling y en trojas de fermentación y galeras de torcido. El olor animal del tabaco botando amoniaco, el cuero de la caballeriza, el establo, la bosta… La casa de Katadiano (Álava) de mi tía Rafaela, donde la vivienda del piso superior aprovechaba el calor que subía de las cuadras del piso inferior en el duro invierno del valle de Kuartango.
– No –contesto–. Yo no noto nada.
Ernest llama a Joseph Thrall, Joe, propietario de la granja de tabaco más antigua de Nueva Inglaterra. “La primera cosecha de esta granja se recogió en 1646”, me había dicho antes, mientras me mostraba la manera en que sus trabajadores cortan la planta de broadleaf entera, desde la base del tallo, como si talaran árboles a machetazos.
Joe también se da cuenta. En alguna parte del rancho, la humedad ha sido excesiva y, según dicen, huele a hongo. Dos hombres de perfil caribeño aparecen por la puerta y colocan dos estufas de gas más en la zona de la que, supuestamente, sale el olor que sólo Joe y Ernest han detectado. Hay que bajar la humedad.
– ¿De verdad no lo notas? – me dice Ernest con cara de estar divirtiéndose a mi costa. Bien sabe que no, que para eso hace falta el entrenamiento diario de su trabajo.
– Pues no, de verdad que no, aunque no me sorprende que tú sí. ¿Tan familiarizado estás con este olor?
A pesar de mi admiración, Ernest le resta importancia. “No es nada extraordinario”, me dice. “Cuando uno está muy acostumbrado a un olor, deja de llamarle la atención, salvo que haya algo que lo perturbe. Es como cuando llegas a tu casa y notas un olor extraño”.
De Albania al mundo
Ernest Gocaj nació en Tirana (Albania) en los duros tiempos del dictador Enver Hoxha, que gobernó el país durante 41 años, implantando un sistema económico comunista autoabastecido ajeno a la órbita soviética y mantuvo el país largos años en el mayor de los aislamientos internacionales. Allí, Gocaj se licenció en ingeniería agrícola y, en cuanto pudo, se marchó a los Estados Unidos donde, desde hace 20 años, trabaja para la General Cigars (STG).
Es director de compras de tabaco, es decir, responsable de todos los cultivos de tabaco que surten de hoja de calidad la enorme producción de cigarros de una compañía multinacional como STG. General Cigars supervisa directamente las vegas de todos sus proveedores, para garantizar que los resultados de la cosecha estén a la altura de los estándares de calidad que exigen sus cigarros, siempre teniendo en cuenta que el tabaco es un producto vivo, que no se trata de tornillos.
– Nicaragua, Honduras, México, Camerún, Ecuador, República Dominicana… –me contesta cuando le pregunto si para mucho rato en su casa–. Pero mi base está aquí, en Connecticut, que es donde tengo la familia.
– ¿No te cansa viajar tanto?
– Tengo la suerte de trabajar en algo que me gusta y, bueno, compagino el trabajo con la vida familiar bastante bien. Hay sitios a los que vas más contento y otros que me gustan menos, sobre todo cuando la zona es inestable y hay peligro, Ahora me voy a Brasil… Con Jhonys.
Jhonys Díaz es vicepresidente de operaciones de General Cigars, su jefe.
– ¿Te vienes? –me pregunta con una media sonrisa entre amable y pícara. Me hace pensar que sí, que le gustaría que me fuera con ellos. Ernest y yo nos cogimos simpatía mutua muy rápido. Fue en 2014. Necesitaba un fotógrafo para sacar imágenes de los cultivos experimentales que tiene la General Cigars en Mao, República Dominicana, y yo me presenté voluntario de un salto, obviando el programa de visitas de Procigar. No me lo podía perder.
– ¿A Brasil? ¿A qué vais allá?
Pero en esa pregunta ya no entra en detalles. Me responde con un gesto de obviedad y un breve y lacónico “A ver tabaco”, de una manera propia de un personaje de Kadaré. Por un momento, mi cabeza arma el viaje, busca argumentos para venderlo en casa y encuentra propósitos que podrían justificar que, después de una semana en Estados Unidos, me cogiera un vuelo a Bahía para conocer la zona de Mata Fina. Lo tengo claro. Clarísimo.
– Ya me gustaría, Ernest. Pero, imposible –le digo.
El viaje va a quedar pendiente, pero sería tremendamente edificante para mí poder acompañar a Ernest Gocaj, siguiendo su caminar tranquilo entre las altas plantas del tabaco, y aprendiendo de cada una de las maniobras necesarias que ejecuta o mandar ejecutar para que la cosecha de tabaco de General Cigars sea siempre excelente.
– Todo lo que pasa en el campo –asegura–, se nota después en el cigarro, en el resultado final. Sólo es cuestión de práctica descubrir las virtudes y los fallos del tabaco.